Sobre el “Panfleto contra la trapacería política” (“Nuevo retablo de las maravillas”) de Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes

La contraportada del texto a analizar lo explica bien: se trata de “una exposición tan implacable como técnicamente fundada de la situación política española. Mezclando lo ácido con lo jocoso repasa el funcionamiento de los partidos políticos, de las Cortes, del Poder Judicial, del Gobierno y de la Administración Pública, poniendo de manifiesto la profundidad de su actual deterioro”.

Todo empieza por lo que se llama Presentación (páginas 15-20). Desde el primer momento el tono es denuncia, incluso a veces encarnizada: lo que tenemos ante nuestros ojos, a poco que uno no se muestre ciego, son “instituciones de cartón piedra”, lo que contrasta con la sociedad, “fuerte, productiva, imaginativa, creadora”. El primer acto (páginas 21-47) se ocupa –y bien hecho- de los partidos políticos, que, muchas veces con repartos por cuotas, han secuestrado –así se afirma de manera literal- a la democracia. Es la idea central, que se aplica caso por caso a lo que va viniendo a continuación.

El acto segundo (páginas 49-71) saca a escena al Gobierno y a la Administración y les dispensa un diagnóstico parecido. El tercero (páginas 73-88) hace lo propio con el poder judicial. La organización territorial es el objeto del cuarto (páginas 89-110). Y la corrupción –en sus muchas facetas- del quinto (páginas 111-121). El sexto y penúltimo (páginas 123-137) versa, con carácter general, sobre el estado de salud del texto constitucional. Y todo termina con unas palabras que se califican como final infeliz (páginas 139-140) y que ponen de relieve, por enésima vez, lo difícil que en estos casos es pasar del diagnóstico a la terapia. ¿Cómo se arregla el estropicio?

Ni que decir tiene que el libro puede invocar un soberbio peligree. Invoca –ya en el propio subtítulo- el retablo de las maravillas de Cervantes, pero pudieran mencionarse otras muchas cosas, empezando, en la literatura picaresca, por el diablo cojuelo, que iba levantando los tejados para poner al descubierto las vergüenzas de todo el mundo, sin dejar títere con cabeza. En el siglo XX, el foco está, por supuesto, en el Valle Inclán de Luces de bohemia (1920), donde se fundó un género, el esperpento, poniendo de relieve con crudeza lo grotesco del espectáculo de la vida pública. En el cine, la referencia es por supuesto Berlanga, que sin embargo aportó un factor de ternura que hasta entonces había estado ausente.

La lista pudiera ampliarse, empezando, también en la época de la restauración canovista –el paraíso del bipartidismo-, por la conferencia de Ortega en 1914 sobre la vieja y la nueva política. Y, en general, son dables de tratarse a colación todos cuantos han puesto de relieve, siempre con tono acusatorio, que lo nuestro son las apariencias más que las realidades. Imposible olvidarse de Galdós (La de Bringas) y antes, en el barroco, de Quevedo y por supuesto del Gracián del Oráculo manual y arte de prudencia. Es una historia antigua y no precisamente brillante: la tradición del pesimismo nacional, antes y después del 98 y del otro desastre, el de Annual en el verano de 1921, hace ahora justo un siglo. Mucho antes, por tanto, de que pudiera hablarse, con tono de descalificación,  de la antipolítica que es propia del populismo.

La Constitución tiene un precepto, el Art. 6, dedicado a los partidos políticos, de los que predica –con estilo descriptivo y no imperativo: algo por cierto insólito en el planeta de los textos normativos- cosas verdaderamente maravillosas: a) expresan el pluralismo político, b) concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y c) son instrumento fundamental para la participación política. A lo que se añade que “su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la constitución y a la ley”. Sólo al final el autor del texto cae en la cuenta de que lo suyo son las prescripciones: “Su estructura interna y su funcionamiento deberán ser democráticos”.

Ni que decir tiene que, aunque no aparezca la palabra representación, es eso lo que subyace a todo. Como también las elecciones, que el Art. 23, apartado 1, sí menciona, aunque en esta ocasión siendo los ciudadanos, sin intermediarios, los titulares del derecho (fundamental) a ser votados. Pero en general, toda la regulación de las Cortes Generales –Congreso de los Diputados y Senado- no se entiende al margen de los partidos. Y lo mismo cabe decir del Art. 99, sobre el procedimiento de designación del Presidente del Gobierno, que empieza con la consulta del Rey a “los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria”.

Todo eso –la quintaesencia de la democracia tal y como la entendemos en cualquier lugar del mundo: lo mejor que se despacha en regímenes políticos- es tan cierto como que la propia Constitución, en el apartado 1 del Art. 103, proclama que “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales”; y en el apartado 3 estipula que el acceso a la función pública se tiene que hacer “de acuerdo con los principios de mérito y capacidad”. Y no sólo: incluso para Diputados y Senadores –surgidos, quieras que no, de una lista electoral y por ende de un partido, el que los ha colocado en esta lista- se establece en el Art. 67 que “no estarán ligados por mandato imperativo”: Art. 67.2. Cabe plantearse la tesitura de si el mandante –el que, según el Art. 1.719 del Código Civil, podría dictar las instrucciones a las que el mandatario debería arreglarse-, y que se ha visto así desapoderado, podría ser el conjunto de los electores –cosa desterrada desde el famoso discurso de Edmond Burke en Bristol- o más bien el partido, aunque, dado lo taxativo del precepto –ese mandante es una caricatura de mandante porque en realidad no manda nada-, el debate resulta bizantino.

Pero los partidos, ay, no se quedan en las Cortes Generales (o en las otras instituciones representativas y electivas, como los Parlamentos de las Comunidades Autónomas o los Ayuntamientos), o en el Gobierno surgido de los comicios. La propia Constitución de 1978 les abrió la puerta para designar el Tribunal Constitucional –Art. 159.1- y, al menos en parte, al Consejo General del Poder Judicial: Art. 122.3. Vistas las cosas cuarenta y tres años más tarde, eso fue –en conexión con el Art. 6, su duda- el principio del fin. Las famosas cuotas, sin que las cuales no se entiende la partitocracia. Lo mismo que los mercados de ganadería resultan de todo punto incomprensibles sin que el número de cabezas constituya el objeto primario de cualquier negocio.

A partir de ahí, el crecimiento del ámbito de los partidos, así sea –dicho de la mano de Kant- en lo extenso como en lo intenso, ha sido exponencial y es lo que se recoge –con tono, se insiste, de poca complacencia- en el libro de esos dos diablos cojuelos que son Sosa Wagner y Fuertes. Con lo de extenso se alude no ya a los espacios del empleo público reservados a la clientela –lo que el Estatuto Básico llama eufemísticamente personal eventual, cuyo número por cierto crece sin freno- sino incluso a las tertulias de las radios y las televisiones (privadas), donde las sillas se reparten a prorrata por obediencias.

Pero el fenómeno también puede explicarse desde la otra perspectiva, la de la intensidad: los ve uno con tanta convicción al exponer lo que interesa ese día al partido de turno (y lo que más desagrada al adversario) que la impresión que dan es que no les hace falta un  mandante que se tome la molestia, a veces engorrosa, de tener que impartirles instrucciones, porque ellos salen de casa (o incluso fueron elaborados así en la fábrica) con la consigna, que los ha abducido o incluso, como diría Jorge Edwards,  esclavizado. Es más: conocen tanto lo que interesa a su tribu que se anticipan a los designios del mando. Son gente sin duda meritoria (Hegel, al explicar la dialéctica del amo y el esclavo, parte de la necesidad de dos sujetos –una autoconciencia debe reconocer a la otra- y ahora sucede que se ha producido el milagro de hacer prescindible al mandante) pero, por lo elemental de sus concepciones maniqueas (el mundo se divide en buenos y malos) fácilmente identificables como discípulos del remoto Zoroastro en estos tiempos postmodernos y digitales, o al menos de San Bernardo de Clavaral cuando elogiaba a lo que era la nueva milicia, los templarios. Verdaderas reliquias de otros tiempos: personas abnegadas –auténticos jemeres rojos-, dispuestos a inmolarse por la causa aun cuando la tal causa se antoje nimia a quien no está en ninguno de los dos bandos y se limita a observar las procesiones desde el balcón. Un sitio privilegiado, por cierto.

Ese es el espectáculo (otra caricatura) que tenemos a la vista los españoles en nuestra florida pluralidad institucional. Cabe dudar de que sea una enfermedad privativa nuestra –endémica-, porque lo que uno se encuentra en otros países del mundo –antes, idealizados- no ha terminado siendo mucho mejor. También resulta posible interrogarse si la culpa se remonta a el propio texto de 1978, por sus silencios y en general la ingenuidad de sus autores, o si, por el contrario, lo que sucede es que los malos son los que han venido después, que han traicionado las intenciones de los fundadores. Argumentos hay para todo. El libro, en un ejercicio de elegancia, no entra en ese debate de individualización de culpas, quizás porque a estas alturas no sirve para nada o también porque estamos en la sociedad del espectáculo, en unos términos mucho más descarnados y patológicos que los que describió hace  cincuenta años Guy Debord, y sería milagroso que una criatura tan frágil como la democracia no se hubiese visto alcanzada por ello.

Más aún, en ningún momento el texto desciende a poner nombres propios. Otra muestra de elegancia. Y, dentro del estilo de llamar a las cosas por su nombre, el lenguaje no tiene la aspereza de, por ejemplo, un Alejandro Nieto. Incluso a la hora del sarcasmo, los autores han desplegado contención. Llamándose la cosa panfleto, podría quizá el lector haberse imaginado algo con mayor dosis de crueldad.

El prólogo es un hombre de teatro como Albert Boadella, que afirma que “mi condición de constructor de ficciones dentro de un escenario me obliga a estar al cabo de la calle sobre las razones por las que el respetable se deja encandilar. Siempre necesito situarme en el otro lado para comprobar si la invención será capaz de seducir, dado que el espectador en el teatro y más exigente que en la vida real”. Y bien: “Cuando uno repasa esa detallada profusión de encerronas públicas descritas en el libro y organizadas sin pudor alguno, lo primero que sorprende es cómo la gente pierde su condición de ciudadano y se entrega tan gustosamente al artificio. Sorprende cómo millones de españoles pasan de ser individuos a compartir rebaño de embancados”.

Pero eso no significa que Boadella no celebre el libro. Antes al contrario: “Hurgar en la realidad es duro, laborioso y de alto riesgo”. Y “afortunadamente, aquí están Mercedes y Francisco para suministras su antídoto de veracidad a una España de adictos a la ficción o, para ser más precisos, de masas viciadas por el apático hechizo de la mentira”. A Boadella le asiste, una vez más, toda la razón. La gente de la tramoya ya no exagera un ápice.



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